Nueve de la mañana del lunes 20 de
septiembre de 1999. Como cualquier otro día, Ramiro Valdés había ido a atender
el ganado que tenía en un prado en la zona conocida como Cruz Ningüilbu, en lo
alto de la Sierra de Diego, en Ujo.
Tras haber hecho las correspondientes
labores, Ramiro se subió a su todoterreno, un Suzuki Santana, dispuesto a
emprender la vuelta a casa. No llegó apenas a moverse ya que una bala impactó
en su pecho tras haber roto la luna lateral izquierda de su vehículo. Tras
ello, el autor de los hechos volvió a dispararle, esta vez a la cabeza.
*Recorte de "La Nueva España", de septiembre de 1999. |
Lo alejado de la zona ocasionó que
nadie escuchase los disparos. Otro ganadero encontró el cuerpo de Ramiro, sin
vida, en torno a las nueve y media, media hora después, según reveló la
autopsia, de que ocurrieran los hechos.
Desde aquel momento las
investigaciones se centraron en encontrar, por una parte, el arma del que
habían salido los disparos (una escopeta de postas) y, por otra, al asesino.
Vecinos de la zona señalaron entonces
que Ramiro era un hombre muy ordenado y habituado a seguir unos horarios (por
lo que quien le disparó conocía perfectamente a qué hora subía a atender el
ganado) y que había tenido algunas discusiones con algunos ganaderos de la
zona, si bien nadie se atrevió a señalar que tales riñas fuesen el móvil del
crimen.
Ramiro Valdés vivía en Cortina (de
Ujo), tenía 71 años. Estaba casado y tenía un hijo. Tres días después de su
asesinato era enterrado en el cementerio de Mieres, después de que la jueza
instructora denegase a la familia la cremación del cuerpo.
Dicen que no hay crimen perfecto, pero
el de Ramiro lo fue, ya que a día de hoy, diecisiete años después, sigue sin
resolverse. La falta de testigos presenciales, así como el no haber encontrado
el arma homicida y escasez de pruebas (apenas se disponía de las balas que
acabaron con su vida y su coche) propiciaron que no se encontrara al asesino de
Ramiro.
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